El Uruguay que se desvanece - por Juan Carlos Nogueira

El verdadero riesgo para la democracia no es la transformación, sino la renuncia al rigor, la formación y la autocrítica.

Observando los comportamientos, valores y niveles de educación de ciertos individuos, no puedo evitar pensar que estamos involucionando como sociedad. Y no me refiero exclusivamente a la marginalidad, la violencia criminal o el delito organizado. También noto la involución en la autodenominada “clase política”.

Por un momento fantaseé con detener el tiempo —incluso retrocederlo— para volver al Uruguay de mi infancia. Aquel país era una democracia funcional, imperfecta tal vez, pero en la que el voto universal descansaba sobre una base social relativamente homogénea en educación, responsabilidad cívica y valores compartidos. Eso ya no existe.

Mi sueño se desvaneció rápidamente cuando recordé dos libros que me marcaron: Motivos de Proteo de Rodó —en especial la parábola La despedida de Gorgias— y La invención de Morel de Bioy Casares. En ambos, la detención del tiempo surge de un impulso que parece noble: el amor, el miedo a la pérdida, el deseo de fijar una felicidad que se teme efímera.

El personaje de Bioy, movido por un amor imposible, busca congelar un instante perfecto, aun al precio de su propia vida. La madre de Rodó, por su parte, sueña con mantener a su hijo en una infancia eterna para protegerlo de los dolores y riesgos de crecer. Por caminos distintos, ambos relatos convergen en la misma conclusión: detener el tiempo implica una mutilación que transforma lo amado en una imagen rígida, sin vida, desconectada del mundo real.

La vida se sostiene en el cambio, en la pérdida y en la transformación. Intentar congelar ese movimiento —aunque nazca de una intención noble— termina vaciándolo de humanidad. Querer eternizar lo que amamos es, paradójicamente, la manera más perfecta de perderlo.

Heráclito advirtió hace siglos que lo único constante es el cambio. La vida auténtica exige fluir, aceptar las pérdidas y asumir la fugacidad.

La advertencia de Rodó y Bioy no es solo estética ni sentimental; es profundamente política.

Del mismo modo que los individuos pueden quedar atrapados en la ilusión de preservar lo que aman deteniendo el tiempo, también las sociedades corren ese riesgo. Cuando un sistema político teme al cambio y se aferra a la imagen idealizada de lo que alguna vez fue, sus instituciones comienzan a comportarse como esos personajes de Rodó y Bioy: se vuelven rígidas, repiten rituales antiguos y se alejan lentamente de la vida real que deberían acompañar.

Cuando un sistema político renuncia a revisarse, a corregir errores y a mejorar su funcionamiento, se vuelve caro y obsoleto. Un sistema que intenta preservar una imagen idealizada de sí mismo, sin adaptarse a las nuevas exigencias de la realidad, termina fosilizándose. Y es entonces cuando el deterioro deja de ser accidental para volverse estructural.

Entonces, ¿qué alternativa nos queda?

Sin duda no debemos resignarnos a perder aquella “Suiza de América”. Debemos dar la lucha por preservar la cultura y la educación que alguna vez nos distinguieron en el mundo. Esto implica exigir más a los partidos políticos y a los gobernantes. Debemos exigir excelencia a nuestros parlamentarios y jerarcas de la administración pública. No podemos resignarnos a que gente sin formación y escasa preparación ocupe cargos de tanta responsabilidad.

Es imperioso salir de la apatía, manifestar clara y vehementemente nuestro desencanto. Es imprescindible exigir requisitos mínimos de educación y formación profesional para los cargos de gobierno.

Cuando reviso los perfiles profesionales de algunos parlamentarios y ministros, me siento legítimamente preocupado. Nunca hubo tan pocos abogados en el Parlamento. Existen ministros sin formación profesional acorde a la cartera que dirigen. Incluso hay jerarcas que no cumplirían los requisitos exigidos para un cargo administrativo de bajo nivel en el propio Estado.

Cuando observo la comunicación presidencial —vacilante, poco estructurada, dependiente de aclaraciones posteriores— no siento solo desconcierto: percibo el síntoma de un deterioro institucional más profundo.

Un país no llega a ese punto por azar, sino porque su sistema político ha dejado de exigir excelencia, preparación y claridad a quienes lo representan.
No es la torpeza ocasional de un Presidente lo que me preocupa, sino lo que revela: un sistema político que ha renunciado al rigor intelectual y a la formación de sus dirigentes. Un discurso oficial que requiere correcciones, explicaciones o reinterpretaciones constantes no es un simple error, sino la evidencia de un modelo institucional exhausto.

Cuando el sistema político, por comodidad o por miedo, deja de revisar sus prácticas y renuncia a exigir rigor y formación a quienes lo conducen, comienza a desestabilizarse. Sus instituciones se vuelven incapaces de responder a la complejidad del presente y, poco a poco, el país empieza a parecerse a esos personajes de Rodó y Bioy que pretendieron detener el tiempo: figuras inmóviles, aferradas a un pasado que ya no existe y desconectadas de la vida real que deberían sostener. Un sistema que no se transforma no preserva nada; apenas conserva la apariencia de lo que alguna vez fue.

Recuperar la vitalidad del Uruguay no exige nostalgia, sino movimiento: la decisión de volver a transformar para no desvanecernos.

Los países no se pierden por transformarse, sino por dejar de hacerlo.

Silvia Cuello abogada
Juan Carlos Nogueira

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