Brasil no tuvo guerra de la independencia como el resto de los países de América. Fue monarquía hasta 1889 y el emperador cayó, sin resistencia, con pena y sin gloria, ante un golpe militar. Pocos días antes, se había realizado una gran fiesta en la llamada Isla Fiscal, que fue el canto del cisne del viejo régimen, visto como una gran "comedia" por el político y escritor conservador Ferreira Viana. El pueblo no estuvo en la fiesta, pero, como cuenta José Murilo de Carvalho, sí en una gran verbena enfrente del palacio. Tampoco el pueblo había estado en la proclamación de la independencia (1822) y por cierto no protagonizaría esta fundación de la república, solemnizada apenas por una parada militar presidida por "un general a quien sus partidarios intentaban promover a la categoría de héroe romántico". Como añade el mismo historiador, "la república demostraría que en el Brasil el romanticismo desligado de la comedia se hace luego farsa". José María Gimeno
La historia brasileña, entonces, no es un fresco de batallas y armisticios, como la de nuestra América hispánica. Sin embargo, su vida republicana no ha estado exenta de dramatismo. En 1893, enfrentó una extraña guerra contra un santón fanático que se había proclamado profeta y que Mario Vargas Llosa recreó en su notable novela La guerra del fin del mundo. En 1930, inauguró el tiempo de un gran caudillo, Getúlio Vargas, que terminó con su dramático suicidio, a las 8 de la mañana del 24 de agosto de 1954, en medio de una insurrección militar. Luego del interludio realizador de Juscelino Kubitschek, sobrevino la tragedia de Jânio Quadros, que llegó a la presidencia con la bandera de la anticorrupción y la abandonó siete meses después, dejando al país sumergido en una crisis. En 1964, Brasil cayó en una dictadura militar que fue la primera respuesta autoritaria a la expansión marxista de la revolución cubana. En 1985, retornó a la democracia, en medio de una dramática jornada en la que el presidente electo, Tancredo Neves, no pudo tomar posesión y moriría días después. No faltó un impeachmentque puso punto final, en 1992, a la breve presidencia de Fernando Collor de Mello, que había llegado al poder por una gran operación mediática. A partir de allí, sin embargo, se vivió una gran etapa, con dos grandes partidos alternándose, conducidos por dos líderes poderosos, uno de altura intelectual, Fernando Henrique Cardoso, y otro de estirpe sindical, Luiz Inácio Lula da Silva.
Esa etapa se ha cerrado con la crisis desatada por las denuncias de corrupción del régimen. Primero el mensalão, la mensualidad espuria que recibían legisladores para acompañar los proyectos de ley del gobierno del PT; y luego el escándalo sin precedente del Lava Jato, centrado en la empresa líder del país, Petrobras. Allí el tema escaló de miles de dólares a centenares de millones. La empresa Odebrecht, que ahora se suma al "sálvese quien pueda" de las "delaciones premiadas", devolvió 200 millones de dólares y uno de los gerentes de la empresa pública, 97 millones (un gerente?). Los detalles de este escándalo han sido reiteradamente publicados, pero todos los días se agrega algún capítulo, como esa lista de la referida empresa que, al barrer, sin discriminar lo que fueron contribuciones legítimas o ilegítimas a las campañas, no deja títere con cabeza y abarca a todo el sistema. Alimentos Dasy
Dilma Rouseff venía enfrentando la posibilidad de un juicio político por tergiversar cifras ante el Parlamento cuando, envuelto en el gran esquema de corrupción, aparece también Lula da Silva. Aquí un juez no tiene mejor idea que llevarlo a declarar de madrugada y coactivamente, cuando podría haberlo interrogado hasta en su casa, y el debate se desplaza de la corrupción a los discutibles procedimientos judiciales. A lo que Dilma responde con otra barbaridad, que es nombrar ministro a Lula para sacarlo de la jurisdicción de un juez, que a su vez cae en otro disparate judicial, que es hacer pública una conversación telefónica que demostraría lo obvio, la intención de nombramiento de Lula. Mientras tanto, la calle hierve. Ya no estamos en los tiempos imperiales. Ahora el pueblo es protagonista, especialmente en las grandes ciudades, con clases medias que no perdonan. La oposición ya tenía conquistada la calle con multitudinarias manifestaciones. Pero al afectarse a Lula (que no es la impopular Dilma, sino un ícono de los trabajadores), ahora la disputa también incluye movilizaciones oficialistas.
A todo esto, la economía sigue desbarrancándose. A la caída del PBI del año pasado (4,08%) se va sumando otra parecida; las reservas se esfuman y nadie invierte ni en un tornillo. ¿Cuánto más resiste un país prácticamente sin gobierno? El gran socio político de la actual gestión, el poderoso PMBD, con su gran bancada parlamentaria y el vicepresidente Michel Temer, rompe ruidosamente con el gobierno. El juicio político asoma entonces como muy posible, mientras la justicia tiene el poder en sus manos y el aplauso popular. Pero sus excesos, desgraciadamente, han debilitado una causa limpia. Eso habilita a que Dilma diga que el juicio en contra de ella es "un golpe de Estado", lo que por cierto no es verdad, pero políticamente a algunos confunde.
A grandes males, grandes remedios. Ésa sería hoy la gran consigna. La grandeur, como dijo De Gaulle. Una gran salida de acuerdo nacional, con un presidente independiente y amplio respaldo político. Pero no es posible en medio de este escándalo y con jueces que funcionan por su lado (lo que es bueno en sí mismo, pero peligroso cuando, más allá de cada caso concreto, está en juego la estabilidad institucional). No es posible? por ahora. Porque los días pasan y si el Tribunal Electoral no anula la elección, el Parlamento no cesa a Dilma y nadie ve el horizonte, se caerá en una extraña anarquía.
Esta vez no hay comedia ni farsa. Estamos en plena tragedia. Y se ve muy lejos del sentimiento de purificación final, la catarsis de los dramas griegos.
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