Brasil en su hora más difícil - por Julio María Sanguinetti



Hasta 1889, el Brasil portugués era la única monarquía sobreviviente de la ola que, a principios del siglo XIX, había sacudido a la América española, dividiéndola en turbulentas repúblicas, desde México hasta Tierra del Fuego. En aquel año, un golpe de Estado militar desterró a don Pedro II, proclamó la república y comenzó, sin partidos orgánicos, un ejercicio democrático muy precario. De hecho, Brasil siguió siendo una república de militares y fazendeiros a la que, en 1930, un fazendeiro gaúcho, Getúlio Vargas, intentó incorporar a la revolución industrial. Lo hizo con popularidad y autoritarismo, hasta 1945; retornó por el voto popular en 1951 y se suicidó en 1954. Un año antes, había fundado Petrobras, símbolo de ese sueño industrial y petrolero, hoy epicentro de la crisis que vive la administración del país.

La utopía industrial fue continuada por el presidente Juscelino Kubitschek, la otra figura dominante del siglo XX brasileño. Fue quien fundó Brasilia como fruto de su optimismo vital y del de su propio país, capaz de construir -en los años 50- un Versalles de vanguardia.

En el siglo XX, la población brasileña creció 10 veces y la riqueza se multiplicó por 100, a razón de 5% por año. Así Brasil entró al siglo XXI, como la décima economía del mundo, y hoy es la sexta o séptima. Pero el país no es ni de cerca la potencia industrial que soñaron aquellos estadistas. Es un país productor de materias primas, encabezadas por el mineral de hierro, el petróleo y la soja, vanguardia de una expansión agrícola espectacular en los últimos años. La consecuencia de esta realidad es que vivió el maravilloso período del auge del precio de las llamadas commodities, pero no bien el viento empezó a virar, los problemas comenzaron. Como dijo alguien, cuando la marea baja, se ve quién estaba nadando desnudo. Y ése fue el caso. Brasil lleva tres años de caída del PBI per cápita.

El excedente de la bonanza se distribuyó en consumo, la inversión fue muy baja, la carga tributaria fue trepando hasta aproximadamente un 37% del PBI, la educación permaneció retrasada y el mercado interno siguió más protegido que el de la región.

Al amparo de la popularidad de Lula, Dilma Rousseff fue elegida presidenta y, en octubre pasado, reelegida por un reducido margen. La situación ya era difícil, pero prometió expandir la economía para salir del estancamiento, bajar los intereses y mejorar las prestaciones sociales. Incluso acusó a su rival, Aécio Neves, de ser un candidato de la banca. No bien asumió el gobierno nuevamente, la realidad se la llevó por delante y hubo de convocar un ministro ortodoxo proveniente, justamente, de la odiada banca para ejecutar un plan exactamente opuesto al prometido. Probablemente, era lo que precisaba Brasil, pero constituyó un enorme fraude intelectual a quienes la votaron. A lo que se le añadió el escándalo de corrupción más grande de la historia del país, centrado nada menos que en Petrobras.

La operación Lava Jato (porque el escándalo se descubrió a partir de un lavado de dinero en estaciones de servicio) se había desencadenado un año atrás. Y se sumó al llamado mensalão, el otro episodio de corrupción que, en 2005, llevó a la cárcel a José Dirceu, el ministro estrella de Lula y su mano derecha en la administración, por haber armado una red para sobornar diputados hostiles. Cayeron allí nada menos que el presidente y dos tesoreros del PT, el partido de gobierno. Aquello no alcanzó para que el desprestigio llevara a la derrota electoral. La popularidad de Lula seguía arropando al PT. Con la reelección de Dilma, el escándalo, que ya estaba planteado en 2014 con numerosos procesamientos, alcanzó su máximo nivel: volvió a caer preso Dirceu y también otro tesorero del PT, João Vaccari, y fueron acusados nada menos que el presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, y el del Senado, Renan Calheiros, ambos del partido socio del gobierno. El juez Sergio Moro pasó a ser el hombre más popular del Brasil cuando se llevó presa a la flor y nata del empresariado brasileño, los titulares de Odebrecht, Camargo Corrêa, Andrade Gutiérrez y OAS, los más grandes constructores del país. La notoria vinculación de Lula con Odebrecht ha salpicado incluso al líder político mayor de la estructura gubernamental.

Todo el episodio es surrealista. En un "sálvese quien pueda", se firman acuerdos de "delación premiada" y siguen cayendo diputados, empresarios y funcionarios de Petrobras. Basta pensar que en estos acuerdos los acusados de conseguir contratos con sobornos han devuelto ya nada menos que 500 millones de dólares. Sí, 500. La empresa Camargo Corrêa ha devuelto 200 millones, el gerente de Petrobras devolvió 97 millones y el ex director de Abastecimientos, 25 millones. Cuando los funcionarios pueden devolver tamañas cifras, se advierte la magnitud del fraude.

Ahora el tema está en la justicia, en el Parlamento y en la calle, a través de manifestaciones a favor y en contra. Se reclama el juicio político a la presidenta, cuyo apoyo, según las encuestas, ha caído hasta el 7%. Penden acusaciones fuertes contra ella, aunque no aparecen aún pruebas materiales de delitos personales cuando ella manejaba Petrobras. Lo que está claro es que, como ha dicho el ex presidente Fernando Henrique Cardoso, si no hay un gesto de grandeza de la presidenta, ya fuere apartarse o reconocer francamente los errores, "asistiremos a la desarticulación creciente del gobierno y del Congreso a golpes de Lava Jato".


Por cierto, sería muy malo que Dilma no terminara su mandato. Pero también está claro que si ella no se desprende, clara y frontalmente, de toda esa estructura corrupta, no podrá recuperar la confianza imprescindible para que pueda pensarse que Brasil se encamine a una recuperación económica. ¿Qué brasileño o qué extranjero invierte en un país con devaluación monetaria constante, bajísima inversión, enorme costo impositivo, inflación creciente y -por si fuera poco- un gobierno que se tambalea envuelto en el descrédito moral?

Fuente: La Nación

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