Las bases psicológicas del mito de Fidel Castro - por Hana Fischer


Fidel Castro fue un sátrapa más en la larga cadena de dictadores que han asolado a América Latina. Fue corrupto en grado sumo —como todo aquel que concentra en sus manos el poder absoluto— y despiadado con sus enemigos o competidores políticos. Convirtió a Cuba en su hacienda personal y a los cubanos en sus esclavos, tal como detallamos en un artículo titulado "Los nuevos esclavistas”.

Esta verdad rompe los ojos de todo aquel que quiera ver. Sin embargo muchas personas, incluso de los países desarrollados, sienten fascinación hacia Fidel. Entre los más insospechados se encuentra el Primer Ministro canadiense Justin Trudeau, quien se define como alguien que se “honra” de su amistad con el “Comandante”. En una declaración pública —para colmo en nombre de todos los canadienses— expresa que a pesar de ser una figura controversial, tanto sus admiradores como detractores le reconocen la impresionante dedicación y amor que tuvo hacia los cubanos. Y sin ruborizarse afirma que fue más grande que un simple líder mortal, que gobernó a su país por casi medio siglo. Asimismo menciona que hizo progresar en forma significativa la salud y la educación en la isla.

Frente a situaciones de ese tipo, uno no puede menos que preguntarse qué pasa por la cabeza de esas personas. La información está disponible para todo aquel que realmente quiera saber cómo son las cosas. Además, hay ciertos asuntos que se caen por su propio peso: alguien que ostenta un poder omnímodo por casi cincuenta años, tiene una unívoca designación,  la de DICTADOR.

En consecuencia, la actitud y palabras de esos admiradores expresan más sobre su propia personalidad (ambiciones secretas, sueños infantiles, rencores y frustraciones) que sobre Fidel. Delatan lo que a esos individuos les hubiera gustado ser, y no pudieron o no se atrevieron llevar adelante. Y, el déspota cubano utilizó hábilmente a su favor los resortes anímicos de esas personas inmaduras, para erigir sobre esos cimientos su mito.

Para comprender las bases psicológicas de aquellos que admiran a Fidel Castro, nada mejor que leer el libro de Jean-François Revel titulado El conocimiento inútil. Esa obra comienza con estas impactantes palabras: “La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira”. El autor nos explica —a los que creíamos que sólo por falta de información se puede sostener que un sangriento autócrata es alguien fenomenal— que a la mayoría de la gente no les interesa la verdad, si ella contradice sus creencias más profundas y queridas.

Revel expresa que parecería que en esta sociedad de la información —donde ella está más alcance que en cualquier otra época— la verdad desencadena más resentimiento que satisfacción. Sostiene que la mayoría de los periodistas se empeñan en falsificarla y el público en eludirla. ¿Por qué ocurre esto? Porque conocer las cosas tal como son realmente, en vez de brindar seguridad provoca desasosiego.

Por ejemplo, una vez que se ha idealizado a una persona, es necesario poseer una gran honestidad y valentía moral como para reconocer que “nuestro héroe”, en realidad, tiene pies de barro. En el caso concreto del dictador cubano, en su momento muchos se identificaron con la figura de “los barbudos”, esos jóvenes intrépidos que contra todo pronóstico derrotaron a una dictadura apoyada por EE.UU. Para ellos Fidel encarna a Robin Hood, al David bíblico e incluso a Superman. Por consiguiente, admitir que se han hermanado espiritualmente con alguien cruel y sin escrúpulos, es como pretender que alguien renuncie a una parte de su alma que quizás, considere la más luminosa. Sería como aceptar que durante nuestra infancia y adolescencia nos hemos sentido atraídos hacia un personaje abyecto.

Por otra parte, la ideología también cumple un rol esencial. Tal como señala Revel, ella otorga una triple dispensa: intelectual, práctica y moral.

La dispensa intelectual consiste en retener sólo los hechos favorables a la tesis que se sostiene e incluso, inventarlos por completo. Y, en forma complementaria, negar, omitir, olvidar los que la refutan y en la medida de lo posible, impedir que sean conocidos.

La dispensa práctica suprime el juicio crítico, provocando que no se acepte ninguna prueba de los fracasos o mentiras, por muy contundentes que sean. En adición, se fabrican toda clase de excusas para justificarlos.

La dispensa moral coloca a los actores ideológicos más allá del bien y del mal. Lo que se juzga como criminal en cualquier otro hombre, no lo es para ellos. La absolución ideológica abarca al nepotismo, la corrupción, la malversación, las torturas, los asesinatos e incluso, al genocidio.

Por tanto, es una pérdida de tiempo tratar de convencer con datos objetivos a esos "tontos útiles” admiradores de Fidel de su error. Por ejemplo, informarle a Justin Trudeau (que en realidad sabe o debería saber), que Cuba en  1953 “ocupaba el número 22 en el mundo en médicos por habitantes, con 128.6 por cada 100 mil. Su tasa de mortalidad era de 5.8 —tercer lugar en el mundo—, mientras que la de EE.UU. era de 9,5 y la de Canadá de 7,6.” Además, que “ocupaba el lugar número 33 entre 112 naciones del mundo en cuanto a nivel de lectura diaria, con 101 ejemplares de periódicos por cada mil habitantes, lo cual también contradice el argumento de que el país estaba formado por un gran número de analfabetos”. Asimismo, señalarle que actualmente los hospitales para los cubanos de a pie dan vergüenza y por eso está prohibido fotografiarlos: el hacerlo es considerado una “traición” a la revolución.

En el siglo XIX durante el auge del mito del “buen salvaje” entre los europeos, el capitán James Cook realizó varias expediciones a las recientemente descubiertas islas del Pacífico Sur. En ese contexto, describía a los nativos no como eran realmente, sino como deberían ser de acuerdo al mito. No pudo seguir negando la verdad cuando fue devorado por ellos… eran caníbales. Los admiradores de Fidel deberían cruzar los dedos para que a ellos no les vaya a pasar algo parecido…

Fuente: Panam Post (EEUU)



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